I

Todos los días, a la hora de llegar al trabajo, una sonrisa saluda a los compañeres. Las manos se estrechan, los abrazos anuncian la energía de la nueva jornada. Una que otra picada de ojo. En sus escritorios todos quieren mostrar con su posición corporal que están trabajando. Los zapatos relucientes, la ropa con sus pliegues planchados, el aroma a agua fresca, le dan una identidad al personaje. El café está servido, la taza de porcelana con bordes dorados exhala aroma, mientras una tenue bruma de vapor indica que la pócima está recién hecha. En el escritorio todo está en orden, como si hubiese terminado de pasar por allí, la hábil mano de una decoradora. Le da un par de vueltas a la silla del bufete y se sienta. La rutina comienza y el líder es indiscutible. La secretaria, erguida, con su libreta y lápiz, anota las instrucciones del día. El hombre queda solo, continúa sentado mientras su rostro se transforma y una lágrima le recorre la mejilla. La mirada queda clavada en el cuadro que cuelga en la pared que está frente a él. Debajo del lino, un espíritu atormentado construye la ruta del suicidio.

 

II

Son las nueve de la mañana, la hora de las audiencias en el juzgado. La fila para entrar al recinto da una vuelta al edificio. El calor ya comienza a ser insoportable y la cita es a las nueve y treinta. La mujer en la hilera respira profundo, mientras arregla los pliegues de su vestido y lustra los zapatos con las medias. Toma con fuerza su maletín de cuero color marrón y emprende la marcha hacia el ascensor que lleva los jueces a los despachos de sus tribunales. El vigilante duda, nunca la había visto antes, pero al ver el rostro rígido y la postura de mando de la dama se decide a tocar el botón del elevador. Pasan veinte segundos de extraña tensión, entre quien quiere preguntar y quien no quiere ser interrogada. El sonido de un timbre agudo antecede el momento en el que la puerta se abre. La adrenalina se dispara y la señora ingresa al artefacto. Dos magistrados le acompañan, le saludan y antes que le pregunten algo, ella toma el celular y comienza a regañar a un abogado imaginario. Solo el movimiento nervioso de su pie rompe la rigidez de su cuerpo. No cesa en su puesta en escena hasta que la máquina se detiene en su destino, el piso quince. Se dirige al juzgado tercero y allí, un caballero sentado en la sala de espera, le antecede en el turno para las audiencias de demanda mercantil. Ha llegado antes que su oponente y a la hora prevista.

 

III

Las manos de ambos se apretujan como si fueran uno solo, pero las miradas no coinciden. Un ambiente de imanes repeliéndose invaden del ambiente. Caminan juntos, hablan, acuerdan, llegan al mercado y la rutina los hace comenzar por el pasillo uno. Mecánicamente van colocado en el carrito verduras, frutas, carnes, quesos, granos, pasta, galletas, productos de limpieza personal. Es como una obra de teatro en su vigésima temporada. En el pasillo ocho se encuentran a un par de vecinos del condominio, se saludan y conversan como dos parejas felices. Hablan de sus hijos, del precio de los productos, de los repuestos del carro. En la fila para llegar a la caja de pago, la atención está centrada en los detalles que cuelgan de los anaqueles que la preceden. Cuando inevitablemente las miradas coinciden, una sonrisa por la mitad transforma el amor en cortesía. Hablan siempre del pasado y del presente, hace tiempo que no dibujan juntos el futuro.

 

IV

Hacer el amor es un acto litúrgico, algo con lo que se debe cumplir, un gesto con él, porque el pensamiento y el deseo están en otro lado. Si se puede evitar con un disgusto el roce de pieles es mucho mejor, sino que él tenga la iniciativa. Ella, a pesar de sus textos y proclamas sobre la libertad y la autonomía, no inicia el ritual. La pasividad es otra forma de evitar el contacto, con la mínima tensión. Pero la piel no engaña, a pesar que los gemidos oculten que es solo biológico el encuentro. El hombre se sienta en el borde de la cama, consciente de lo que ocurre, queda paralizado como si otro le tuviera que indicar la ruta de la despedida. Pero prefiere voltear y sonreír. Ella le mira tranquila, escondiendo el hastío.

 

V

Llegó la hora de ir a trabajar. Primero hay que mirar si la ropa se secó. Se dispone de una sola muda, pero es reluciente, aun parece recién comprada. Las pelotas, los bastones y la esfera de fuego se colocan en el bolso hecho a retazos. Se pintan una sonrisa y el carmín esconde que aún no han conseguido para la primera comida del día. Juntos caminan sonriendo, dándose ánimo uno al otro, contando una anécdota o recordando un momento feliz. Se inicia la jornada, el hombre lanza al aire, una, dos, tres, cuatro, cinco pelotas que regresan a sus manos y vuelven a volar. De pronto, una a una pierde el rumbo de la mano y caen al piso. La carcajada de burla de un transeúnte se opaca por la rápida intervención de la compañera, quien se lanza riendo al asfalto caliente, recogiendo las bolas y apretujadas en su pecho se las lleva a su amado, mientras hace un movimiento gracioso con todo su cuerpo. Un beso exagerado precede la entrega de las esféricas.  El error se convierte en un acto de ternura. Todos los conductores aplauden y sacan una moneda de sus bolsillos para que siga la función.

 

VI

La mejor forma de esconder los sentimientos negativos propios es mostrando que el otro los tiene. Es un juego de espejos, una rutina que solo los más avezados se atreven a desarrollar. Lo que no doy lo pido, lo que no siento se lo indilgo al otro, lo que no quiero hacer lo señalo como carencia. En el arte de la sociabilidad se muestra el rostro del oprimido convertido en calco del opresor, destruyendo al otro, a la otra, para endulzar su propia desgracia.

 

 

Taller literario 2020 (módulo bocetos cotidianos 4)