Luis Bonilla-Molina
Me dijo: Quiero hablar contigo … te espero en la mata de guayaba … hoy mismo a las seis de la tarde.
Nunca me habían citado a lugar alguno. Ella era una niña muy linda, de piel blanca y sus mejillas siempre estaban rojas como una flor de invierno.
Había leído en las revistas que venían encartadas en los periódicos los días domingo y, también en los comics que guardaba en la gaveta de mi habitación, que eso de las invitaciones y las citas era habitual entre los mayores… y me sentí grande, todo un personaje de publicaciones.
Tenía seis o siete años y aún los adultos me parecían personajes gigantes. El lenguaje de los adultos me resultaba encriptado o por lo menos tenía la sensación que lo dominaban lenguas extrañas.
El tono en el cual me fue formulada la invitación estaba envuelto en una aureola de misterio. Eso me hacía sentir una ansiedad que no conocía. Nadie me lo dijo, pero intuí que estábamos construyendo un pacto secreto, que implicaba una dosis de complicidad, así que no se lo comenté a nadie.
Faltando cinco minutos para la hora fijada me dispuse a salir al encuentro. No fue fácil escaparme solo de casa. Le tuve que pedir a mi hermana mayor que en el patio trasero de la casa, le solicitara a mi padre que le explicara una lectura, mientras mi madre estaba en la cocina preparando un aromático chocolate. Unas horas antes les había dicho que iba a ir a casa de mi amiguito y vecino Armando para que me prestara un libro, pero no quería arriesgarme a que decidieran acompañarme. Estando ambos ocupados. me acerqué a la puerta de madera que daba a la calle; siempre hacia mucho ruido cuando se abría. Sudé destrancando la puerta y por suerte esta vez no sonó, ni siquiera cuando la cerré.
Corrí … corrí .. corrí. Me parecía inmensa la distancia. Por mi cabeza se paseaban muchas ideas de lo que ella me diría. Tal vez lo que quería ella era que yo me escapara de la escuela al día siguiente, para ir juntos a robar unos mangos en el parque cerca de donde estudiábamos. O tal vez se molestó porque tocamos el timbre de la casa de su tía, saliendo corriendo luego. Si quiere ir por los mangos, lo haré, pensé; si quiere que le pida disculpas a su tía le diré que sí, pero nunca lo haré.
Llegué al sitio. Era una vereda estrecha que recorría el frente de unas diez casas, colocadas una fachada como espejo de la otra. Una mata de maracuyá franqueaba el camino al guayabo. Tres gatos salieron corriendo de entre las matas cuando sintieron que yo llegaba a tropel.
Allí estaba ella, de pie, con una expresión dura en su rostro. No sabía por qué tenía ese gesto, pero parecía molesta. Que complicadas son las citas pensé. Pero bueno, ella era dos años mayor que yo y, seguramente sabía mucho del ritual que involucraba una cita. Me dije para interior: -Ella debe saber muy bien cómo se actúa en estos casos … pues yo no tengo ni la más mínima idea de cómo comportarme en esta situación.
No. Por suerte ella no estaba brava, solo que su aspecto era más formal que de costumbre y su cara le imprimía solemnidad al encuentro. Me dijo:
–quiero hacer un trato contigo … pero tiene que ser un secreto entre los dos, enfatizó.
Le respondí: Dime cual es el trato y te diré si lo puedo cumplir.
Replicó: – No, me tienes que decir primero que lo harás … si no me iré
Dudé, pero al final cedí. Le dije: – está bien dime cual es el trato y te prometo que lo cumpliré
Ella levantó lentamente una ceja y me miró fijamente para decirme: –dame tu palabra de hombre … júrame que no le contaras a nadie lo que hagamos, al menos durante treinta años.
Estaba intrigado y ansioso por saber cuál era el trato. A esas alturas todas mis resistencias se habían derrumbado. Junté el pulgar con el índice derecho, me lo llevé a la boca y produje un sonido … muach … como si estuviera lanzando un beso. Era el juramento de nunca contar aquello que, aunque no sabía aún que era, lo íbamos a hacer.
Y entonces, su mirada cambió adquiriendo una expresión que años después identificaría claramente con la picardía. Y me ordenó:
–Muéstramelo tu primero y luego yo te la muestro
Intrigado le pregunté: –¿Qué tengo que mostrarte?
Ella junto los labios, como si fuera a hacer un puchero y cuando los tenía apretados, los apuntó por debajo de mi cintura.
Sentí que la sangre me llegaba de golpe a mis mejillas y frente. Seguramente había entendido mal.
Le volví a preguntar: – ¿Qué es lo que quieres que hagamos?; y ella volvió a repetir el puchero.
Una mezcla de sentimientos de vergüenza y curiosidad me asaltaron. Jamás había estado ante una situación tan incómoda.
Con timidez volví a preguntarle: –¿está segura? ¿aquí?
Y luego añadí: – ¿segura tú también me la vas a mostrar?
No tenía valor para devolverle el puchero indicativo, incluso sentía vergüenza de mirarla más debajo de su mentón; pero comencé a entender el dicho que había escuchado una y otra vez: –por la curiosidad muere el gato.
La verdad no tenía tanta curiosidad como ella, pero tampoco podía quedar fuera del juego pensé. Ella hizo un gesto de impaciencia.
Yo miré para todos lados, solté el botón de mi pantaloneta, me abrí el cierre … y me detuve. Pensé: y ¿si el mío es más feo que el de los demás?Intente volver a abrocharme, pero ella abriendo ampliamente sus ojos me miró con expresión de regaño. Había que continuar con el pacto. Mire para adelante y atrás; como de costumbre la vereda a esta hora estaba sola.
Cerré los ojos y procedí a cumplir con mi parte del trato. Poco a poco fui abriendo mis ojos en la medida que la vergüenza me lo permitía. Pude verla como ella me observaba detenidamente. Movía su cara en distintos ángulos, con una expresión de intriga en su rostro. La sesión continuó como por un minuto, hasta que de golpe recogí mi bermuda y pasé rápidamente el botón por su ojal.
Era el momento de esperar que ella cumpliera. Me armé de valor y le dije: –ahora te toca ti.
Ella respondió: –sí, pero yo soy una niña, así que cierra los ojos para que no me dé pena y lo pueda hacer. Yo te aviso cuando esté lista. Me pareció lógico el comentario. Seguí disciplinadamente la instrucción.
El tiempo transcurría y no recibía la orden de abriré los ojos. Pero yo tenía palabra de hombre, así que debería esperar a que ella me indicara que abriera los ojos. De pronto escuché voces a lo lejos. Abrí los ojos para advertirle y me di cuenta que estaba solo, que ella se había marchado. Miré para todos lados y entendí que ella había sido muy astuta y me había ganado.
Cada vez que regreso a mi pueblo y me la encuentro, a quien es ahora toda una abuela hermosa y mi amiga, es a ella a quien se le ponen rojas las mejillas cuando le digo: –Aún espero que me cumplas la promesa … Si quieres hoy a las 6 nos vemos en la vereda.
Reflexión: La promesa y la educación de las sexualidades
Esta anécdota se repite en distintos contextos y es solo una parte del fenómeno de las múltiples expresiones de curiosidad de la niñez, respecto a la educación de las sexualidades. El cuerpo humano como tabú impregnaba a las sociedades de hace treinta o cuarenta años, pero no es mucho lo que hemos avanzado en el presente. No se trata de adelantar las preguntas, de rasgar el celofán de la inocencia antes que la curiosidad irrumpa, sino de tener la disposición y herramientas educativas para poderlo hacer.
Ese es un debate esquivo, que le corresponde afrontar a la escuela y las familias. No es fácil por la cultura religiosa conservadora y por la presencia en la cotidianidad de interpretaciones que rayan en la vulgaridad, la obscenidad y la pornografía, o en la perspectiva patriarcal. Pero lo oscuro no puede arrinconar al conocimiento y la verdad científica.
La formación docente no puede estar ajena a estas reflexiones y debates. Por el contrario, debe dejar de actuar como el avestruz que ante los riesgos de la polémica prefiere no abordar el tema como si con ello la situación problemática desapareciera.
Por supuesto que ello involucra a la ética pedagógica, pero esta no se expresa en el silencio, en el ocultamiento del fenómeno, como tampoco en lo empírico como mecanismo para resolver el nudo problemático. Es más peligroso dejar que cada quien lo resuelva como pueda, o que cada maestro conforme a sus “valores morales” lo haga, porque esto coloca el asunto en el plano discrecional.
Por algún lado tenemos que comenzar a tener esta reflexión y me pareció útil rescatar esta anécdota para ayudar a abrir la discusión, consciente de los múltiples enfoques epistemológicos y morales al respecto.