Luis Bonilla-Molina
La casa de la nonita Carmen era una humilde construcción de barro y bareque. Toda la estructura de la pequeña vivienda estaba dispuesta alrededor del patio de secado de la semilla de café. Rastrillos de madera colgados en una esquina eran las únicas herramientas que nos dejaban usar a los más chicos en las temporadas de cosecha.
La nona vivía en “tres esquinas”, una aldea productora de la infusión aromática. Los cítricos y matas de “guama” que servían de sombra a los arbustos de café, inundaban con su fragancia todos los rincones. Los muebles, las cortinas de tela, las toallas de baño, las almohadas y cobijas, tenían un dulce aroma a naranja, mandarina o al brebaje mañanero.
Nos gustaba ir a dormir en el cuarto anexo a la habitación de la abuela. Esa habitación no tenía puerta propia, sino que había que pasar por donde ella dormía para poder salir o entrar. Eso nos daba una sensación de protección y seguridad única. Las ventanas eran de madera y cuando se cerraban se extinguía la luz. Las paredes tenían un grosor de unos 50 centímetros, lo cual no permitía que se escuchara sonido alguno proveniente del exterior.
Mis padres acostumbraban dejarnos con ella algunos fines de semana o en vacaciones. Era un acontecimiento muy importante para nosotros estar en un lugar tan hermoso y vivo. En la comunidad no había alumbrado público, ni electricidad. Cuando llegaba la hora de dormir, mi hermana se ponía nerviosa ante la penumbra que invadía la habitación.
La nonita lo sabía y antes que ello ocurriera salía con un frasco de cristal grande y se perdía entre los arbustos. Cuando regresaba traía entre sus manos un pedazo de cielo, una constelación de luces intermitentes, un arco iris cambiante. Aún no sé cómo lo hacía, pero se las ingeniaba para atrapar un manojo de pequeñas luciérnagas o cocuyos campestres, que colocaba en nuestra mesita de noche. Mi hermana y yo nos dormíamos mirando el titilar de los pequeños animalitos. Cuando despertábamos por la mañana, no había ni un solo gusano de luz en el frasco y ellas nos decía que se habían marchado para acompañarnos en nuestros sueños. Ya de grande descubriría que apenas nos dormíamos ella liberaba a los bichitos.