Febrero es un mes alegre, especialmente en el caribe donde se cruza el asueto de carnaval con arena, playa, ron, cerveza y sonrisas. Pero este no es el caso de Héctor a quien la precariedad laboral lo ha convertido en migrante a sus cincuenta y seis años, dejando hijos, esposa, padres y familia en su tierra natal. Para él carnaval es solo otra oportunidad perdida para buscar empleo en un país que apenas está descubriendo. Llegó hace un par de semanas al país de los grandes rascacielos sin tener un techo donde anidar nuevos sueños; un amigo a quien conoció en el posgrado y quien se dedica al mundo del arte le está cediendo en calidad de préstamo un cuarto vacío, con olor a papel húmedo, ubicado en pleno centro de la ciudad capital. El espacio de apenas dos por cuatro metros se complementa con un pequeño baño y espacio para cocinar. El capital con el cual Héctor partió de su país eran escasos mil doscientos dólares que debe rendir para una estancia de un par de meses que aspira extender al conseguir un empleo y regularizar su situación migratoria. Compró una colchoneta sin sábana y una cocina usada, que junto al pequeño mercado mermaron en unos trescientos dólares su presupuesto.
Mientras cocinaba papas y arroz para su primera comida en esta que sería su nueva casa, se apresuró a colocarle al destartalado teléfono el chip con línea telefónica de la operadora local más popular. No encontraba valor para revisar sus mensajes en Telegram pues temía que su esposa le informara que la relación de tres décadas llegaba a su fin. La inestabilidad laboral y la terrible situación económica por la que habían atravesado los dos últimos años habían deteriorado lo que prometía ser una relación de pareja feliz. Justo el día antes de partir encontró en una gaveta del dormitorio la carta de un enamorado invitándola a cenar, a ella que era el amor de su vida; el silencio sobre esta misiva, ahora compartido por tres, se había convertido en el preludio de un inminente final de la vida en pareja. Prefirió no mencionar nada y durante toda la noche, antes de la partida, se dedicó a grabar en su memoria cada milímetro de la piel de su amada, sus pliegues y contornos, la caída sensual de su cabello, su respirar al dormir, como si fuera la última noche en el paraíso; cientos de imágenes por segundo construían un imaginario álbum. Eran esos recuerdos los que colisionaban con la desesperanza y el temor al mirar el celular, por ello, decidió no mirar los mensajes de texto y se limitó a hacer una llamada a José su amigo, indicándole que se podía comunicar con él a ese número.
Encontró en el baño una vieja escoba y una estopa con las cuales emprendió la limpieza de la morada. Se percató que en un rincón había una caja cerrada que emocionado imaginó llena de utensilios de cocina. Al abrirla se dio cuenta que contenía libros de filosofía y una imagen religiosa. Textos de Spinoza, Kant, Marcuse, Ludovico Silva, Marx, Hegel que decidió serían sus compañeros en este viaje; los sacó e improvisó un estante de biblioteca con dos ladrillos y una tabla que encontró en la cocina. Fue limpiando el polvo de cada uno de ellos revisando los índices tratando de elaborar un plan de lectura. En la caja lo único que quedaba era el cuadro protegido con un vidrio barato de una virgen; no era creyente así que no sabía distinguir de cual virgen se trataba. Pensó en botarla a la basura junta a la caja, pero al percatarse que había tres clavos en la pared que esperaban por algún adorno decidió colocar la imagen en uno de ellos. Soltó una carcajada que rebotó en la habitación casi vacía. Lo impensable, la pobreza había hecho que él, un hombre de ciencia, tuviera que colocar un cuadro de fe en su habitación. Pensó, que apenas pudiera lo cambiaría por la réplica de alguna obra de Picasso o una fotografía de Trotsky.
Dormir sin sabana ni almohada hacía que se sintiera más inclemente la dureza y el frio del piso. La brisa incesante que entra por el espacio entre la madera y el piso le taladra la nuca o la garganta, dependiendo de la posición que tiene al dormir. Una mezcla de sueños y pesadillas sacuden el descanso. Escenas en la cual aparece sonriendo con sus hijos y esposa, se mezclan con temores generados por el extravió de un hipotético dinero que enviaría como remesa a casa. Cinco veces se levantó a tomar agua e ir al baño, mientras la última vez una lagrima rodó por su mejilla al tomar conciencia de la difícil situación por la que está atravesando. Afuera se escuchan los pasos de transeúntes nocturnos opacados por uno que otro motor de carro.
Como de costumbre Héctor se levanta a las cinco de la mañana. Mientras calienta el agua para tomar café asentado, se da una ducha con agua fría. Se coloca las mejores ropas que trajo, consumiendo a sorbos la infusión oscura. Ordena las síntesis curriculares que entregará en varias oficinas, empresas y locales. Está dispuesto a tomar cualquier empleo que le permita garantizar que sus seres amados cuenten con lo necesario para soportar esta difícil situación. Hace tiempo que perdió la certeza que los títulos universitarios, posgrados y publicaciones le abrirían puertas. Aprendió que de lo que se trata es de conseguir un lugar donde lo que él podía hacer hiciera falta y, por supuesto, un poco de suerte. Mira el celular con la esperanza de encontrar una llamada perdida de casa, por WhatsApp o Telegram, pues no cambió su número en estas redes sociales. Tampoco había mensajes nuevos, por lo que decidió enviar un saludo y un breve parte de su situación, obviando las dificultades. El color azul indicó que había sido visto, por lo cual su mirada quedó anclada a la red social esperando alguna respuesta, algo que no ocurrió.
Saltando entre avenidas y calles plenas de comercios y universidades fue entregando las hojas de vida que contenían el Héctor que había venido construyendo durante décadas. En algunos lugares se negaron a recibir la solicitud, mientras en otros le prometieron que le llamarían de surgir alguna oportunidad. Cansado de casi cinco horas de trajinar entra a un pequeño restaurant para pedir un vaso de agua y encuentra un aviso donde se indica que se solicita un mesonero. No tenía experiencia en el ramo, pero sí una enorme necesidad de comenzar a recibir ingresos, además, en el aviso se indica que las tres comidas son parte del pago. Se acerca a la recepción y pregunta por el encargado, indicando que está interesado en el empleo. Un señor de unos setenta años se hace presente y le pregunta por su experiencia, a lo que Héctor responde con un acto reflejo entregándole una síntesis curricular. Mientras su rostro enrojece por la torpeza nota que el encargado lee con detenimiento la hoja, indicando al final con cierta picardía que puede ser interesante para algunos clientes contar con un mesonero ilustrado. Le indica que como no tiene experiencia tendría que estar en periodo de prueba durante una semana donde solo se le suministrará el uniforme y las tres comidas. El horario de prueba es de 8:30 am a las 10 pm y debe empezar hoy mismo subraya el encargado. Héctor decide aceptar e inicia su primera faena.
Tres meses después, Héctor es el mesonero del turno de doce del mediodía a las 10 de la noche. La paga que recibe le sirve para enviar dinero a casa y sobrevivir. No ha recibido mensajes de su esposa, quien ve los suyos, pero no los responde. Ni siquiera cuando pasó quince días con fiebre y principios de neumonía recibió una llamada o un mensaje de texto preguntando por su estado de salud. Todas las noches pasa horas sentado en su colchoneta recordando los momentos felices que vivió y asumiendo que el redactor de la carta que encontró en la mesita de noche de la habitación, llena hoy de ilusiones a la mujer que ama y que la precariedad no le permite atender.
Como todas las noches, cerca de las once regresa al cuarto que le sirve de habitación. Al estar a veinticinco metros del lugar se percata que una mujer está sentada en los tres escalones que dan acceso a la improvisada vivienda. Disminuye su paso intentando reconocer el rostro, en una ciudad donde es un recién llegado. Fueron solo unos segundos cuando estuvo frente a la desconocida. Imagina que puede ser una amante de su amigo que no se ha enterado que es él quien ocupa la habitación. Le da las buenas noches y la mujer levanta su rostro lleno de lágrimas. El hermoso semblante de la dama no logra esconder la tristeza que la embarga. Se levanta y sin mediar palabras, la mujer abraza a Héctor desatando todo su pesar. Héctor intenta infructuosamente de consolarla, mientras le pide que le comente el por qué está sufriendo de tal manera. La mujer balbucea y se vuelve a sentar en los escalones invitando a Héctor a colocarse a su lado.
Noche primera
Mi nombre es Melinda y fui echada de casa por mi padre quien no aceptaba el amor que tenía con mi difunto novio. A mi novio le asesinaron para robarle sus pertenencias quedando yo, con su muerte a la deriva –indicó- . Durante semanas dormí en construcciones abandonadas, locales para velorios nocturnos e incluso en algunos parques. Desde hace algunos meses, una amiga me permite dormir en su casa, pero debo llegar a escondidas a la una de la madrugada, cuando todos en casa estén dormidos y debo salir todos los días al amanecer, antes que noten mi presencia los habitantes del hogar. Lloro a mi novio y mi desgracia.
Su historia lo conmueve, pero no encuentra palabras para consolarla porque él mismo está desconsolado. Solo atina a colocar su brazo alrededor de su hombro y decirle la clásica frase de “todo pasará, vendrán tiempos mejores”. Logra arrancarla una sonrisa a la mujer, dejando ver la hermosura de sus labios. Juntos ríen y la alegría contagiosa sustituye las palabras vacías. Antes de que la mujer parta, Héctor le pide su número telefónico para constatar que hubiese llegado a la casa de su amiga. Media hora después le escribe un mensaje de texto, pero no obtiene respuesta alguna; el mensaje muestra en el WhatsApp las dos rayitas azules de recibido y visto. Mira la cuenta de su esposa y ve que está conectada pero no le ha enviado mensaje alguno. La duda sobre si su celular estará en buen estado o se habrá dañado, le trae una frescura de esperanza a su vida. Se duerme mirando el aparato mientras afuera comienza a llover con fuerza. Los truenos no logran despertar a Héctor y los relámpagos iluminan por segundos toda la habitación.
Al día siguiente, rumbo al trabajo se detiene en una agencia de la operadora con la cual contrató el servicio telefónico quien le indica que su cuenta y celular están en perfecto estado. Sale del local con el peso de inmenso de la derrota sobre sus hombros y se deja caer en el piso, mientras procede a recostarse en la pared externa del local de una cadena de tiendas de ropa para caballero. Pero no hay tiempo para deprimirse, mucha gente depende de él y no puede perder el empleo. Se levanta y como quien lleva el mundo encadenado a sus pies se dirige al restaurante donde labora.
Noche segunda
Cuando faltan cien metros para llegar a la habitación levanta la mirada y trata de ver si la mujer de la noche anterior está en las gradas. Hay muy poca luz y no percibe nada. Saca el celular de su bolsillo y mira si le ha llegado algún mensaje de su esposa o la mujer. Nada nuevo ocurre. Cuando está a escasos 10 metros de su residencia vuelve a levantar la mirada. Allí está la mujer, de pie, con un vestido azul celeste que le cae hasta las rodillas, quien con una sonrisa tierna hace un gesto con todo su cuerpo de alegría, dándole la bienvenida. Héctor se percata que hace años que no veía en nadie esa emoción por su llegada. Responde con una sonrisa y un hola a punto de convertirse en un grito de euforia.
Se abrazan como si se conocieran de años, festejando el encuentro. Ella saca de su bolso una botella de vino para acompañar la charla mientras tiene que partir. Héctor estuvo tentado en preguntarle porque no respondió su mensaje, pero prefiere no hacerlo para no recibir una respuesta que convierta la alegría en frialdad. Hace tiempo que no se emociona y decide permitirse la licencia de tener una amiga con quien conversar. El aroma del Malbec invade el lugar y ahora es Héctor quien le cuenta la tragedia por la que está pasando. Melinda le escucha y toma sus manos entre las suyas. No dice una palabra, pero trasmite en la ternura del contacto, la calidez de los desheredados. Lo anima a llamar a su esposa. Héctor duda, pero ante la insistencia decide marcarle. El teléfono muestra cómo repica una y otra vez mientras nadie responde del otro lado, La mujer le convence que le envié un mensaje, dictándole un poema de Whitman. El texto de “hojas de hierba” es una melodía de ese otro amor posible, el de la solidaridad, el encuentro, la compañía. El mensaje llega y es visto, pero no genera respuesta alguna. La tristeza invade el rostro de Héctor y Melinda decide contar la historia de su amor.
Ella nació en un país suramericano en una familia muy religiosa. La ilusión de su madre era que se convirtiera en monja y se casara con “el señor”, mientras que su padre quería casarla con un hacendado próspero. Pero llegó al pueblo una compañía de teatro y uno de los actores secundarios era un joven que había leído a Balzac, Voltaire, Saramago y muchos otros autores, quien desde que la conoció decidió colocarle cada día un nuevo libro en sus manos. Y allí surgió un amor distinto al que le habían enseñado desde niña. No era un amor de sumisión sino con racionalidad, un sentimiento basado en la vida compartida, en el crecimiento mutuo y la pasión como complemento. Sus padres se escandalizaron cuando les llegó a sus oídos la noticia del noviazgo de la joven con el teatrero. La increparon y ella no lo negó, por el contrario, lo reconoció con la irreverencia del amor pleno. Su padre le dijo que mataría a su enamorado y que la prefería muerta a saber que había perdido la pureza de su cuerpo en manos de un bandido. La encerraron por diez días en una habitación, mientras abrían cada cierto tiempo la puerta para reprenderla por su desobediencia.
Mientras estaba encerrada –contó- tomó la decisión de entregarse al amor total con el hombre que le había robado la tranquilidad. Así sus padres tendrían que aceptarlo de una manera u otra. Al pasar los diez días del encierro, apenas la liberaron, salió en su búsqueda, pero se encontró con la terrible noticia que había muerto. La mano de su padre parecía estar involucrada en el asesinato, pero no tenía pruebas. Decidió volver a casa y decirle a su padre que antes de morir su amante había consumado el amor prohibido. Así, se liberaba de cualquier esfuerzo por casarla con el rico hacendado. Su padre no lo tomó nada bien. Al ver que ya era hora de partir decidió contar otro día el resto de la historia. Besó en la mejilla a Héctor y salió corriendo.
El hombre entró a su habitación. Pensó que el día anterior Melinda no había respondido su mensaje por ser de un contenido tan simplón. Fue a la improvisada biblioteca y tomó el texto de los manuscritos de Marx joven y tomó de allí algunas oraciones del amor entre quienes luchan en la vida y, se lo envió a la joven. Nuevamente el mensaje fue recibido y leído, pero no contestado. Héctor decidió escribirle un largo mensaje a la esposa donde le expresaba la necesidad de afecto que tenía y dónde le pedía un poco más de apoyo. A pesar de no contener un ápice de reclamo, este mensaje tuvo el mismo destino que los anteriores.
Noche tercera
La hora para salir del trabajo se hizo eterna. Compró en el restaurant, a precio de empleado, una botella del mejor vino argentino disponible y un plato de paella para dos. Salió caminando a pasos agigantados y la distancia la parecía enorme. Al fin había conseguido un rostro y una voz amiga con quien compartir las vicisitudes de la vida. Alguien con quien poder compartir la tragedia por la que estaba pasando y a fuerza de compartir borra ese sabor amargo del desamor.
Llegó a los escalones, el lugar de las dos últimas citas y no había nadie. Miró el reloj y pensó se había adelantado demasiado, mientras se decía para sí que seguramente llegaría en un rato. Abrió la puerta de la habitación y llevó hasta la cocina la comida y el vino, tratando de colocarlo en un lugar en el cual el plato conservara la frescura. La anterior botella la tomaron «a pico», pero esta vez busco dos vasos desechables en los cuales beber el licor. Se asomó un par de veces a mirar los escalones y ella no estaba ahí. Le escribió un mensaje preguntándole donde estaba y para sorpresa le respondió que estaba afuera de su casa.
En efecto, allí estaba, hermosa y radiante, portando un vestido rojo y sandalias, que producían en su cuerpo una combinación de elegancia y coquetería. Héctor, sin pensarlo mucho la invitó a pasar. Ella aceptó sin resistencia alguna, agradeciendo la confianza. El olor a la paella era irresistible por lo cual procedieron a comer y comenzar a beber la botella. Héctor le pidió que continuara su historia. Ella comentó que no había mayores cosas que contar. Su padre la encerró mientras la madre llevaba el sacerdote de la familia para obligarla a rezar a diario. En uno de los descuidos de su madre mientas el cura la visitaba, le robó la llave de la habitación y pudo escaparse.
Luego tuvo que escapar de su pueblo inicialmente por tierra, pero luego en avión y barco. En la ciudad de los rascacielos había conseguido un empleo de ayudante en el Asilo de Ancianos local y era feliz cuidando de los adultos mayores. Le dijo que le gustaría que fuera a visitarlos el fin de semana para que conociera otras tragedias de vida. Héctor accedió y le pidió la dirección del lugar.
Luego le pidió que escucharan música sin hablar, solo acompañando con el pensamiento las letras de las melodías. En su celular colocó los éxitos musicales de Julio Iglesias, Camilo Sexto, Camila, Sin Bandera, Natalia Jiménez y terminaron la botella de vino. Sin pensarlo mucho Héctor la invitó a quedarse a descansar allí, asegurándole que la respetaría. Ella sonrió y le dijo que no podía porque su amiga se preocuparía, pero que le avisaría que mañana lo haría. La mujer se marchó tarareando una melodía de Ah-Ash.
Apenas su figura desaparecía en la calle sonó la alarma de Telegram, un mensaje había llegado. Entro corriendo y con alegría encontró que era una conversación de su esposa. La alegría le duró poco porque era un largo pliego acusatorio acerca de la culpa de Héctor en el deterioro y terminación de la relación. No había culpas compartidas, mucho menos propuestas de caminos de solución, sino una larga lista de imputaciones sentimentales. Héctor no tuvo fuerzas para responder, sino que se lanzó en la colchoneta. Luego entraron dos mensajes más preguntando el por qué se quedaba callado. Era obvio que se estaba fraguando una discusión, que como las tormentas preceden al silencio.
Cuarta noche
Por la mañana Héctor llamó al restaurant para pedir permiso. No se sentía de ánimo para ir a trabajar. Era el día de envío del dinero a casa, pero prefirió hacerlo al día siguiente. Toda la mañana y tarde la pasó en cama, como si con ello conjurara las malas noticias. Ni siquiera se dio cuenta que el día pasó y eran las once de la noche. Fueron tres toques en la puerta que le hicieron recuperar la noción del tiempo. Se levantó de un salto y en cuestión de segundos se lavó la cara y peinó para abrir la puerta.
Allí estaba la amiga, con un pantalón ceñido al cuerpo y un pequeño bolso donde seguro traía sus cuestiones personales. Héctor la mando a pasar y le indicó que se pusiera cómoda. Ella se acercó al estante de los libros y le pidió que leyeran juntos las ideas de Spinoza sobre Dios. Comentó que era un escritor profundo al que despreciaban los nuevos brujos anti ciencia. Nunca Héctor la había escuchado con esa fuerza intelectual, lo cual le intimido.
Se sentaron en la colchoneta a leer la perspectiva anti religiones del filósofo sefardí. Cada oración animaba un debate que los llevó hasta adentrada la madrugada. El canto insistente de un gallo los hizo mirar el reloj. Se sorprendieron que eran las cinco de la mañana. Decidieron descansar un rato, cronos que se extendió hasta las once de la mañana cuando Héctor se despertó asustado para ir a trabajar. Ella no había despertado, por lo que le dio un beso en la frente y le dejó una nota diciéndole que estaría de vuelta cerca de las once de la noche. Pasó a enviar el dinero y al llegar al restaurante estaba rebosante de alegría.
Quinta noche
No estaba sentada en la escalera así que debería estar adentro. Abrió rápidamente la cerradura de la puerta y entró. Una desilusión lo embargó. Ella no estaba en el cuarto. Busco alguna nota y no consiguió mensaje alguno. Le envió un texto por WhatsApp y otro por Telegram, ella los vio, pero no los respondió.
Al rato sonó la alarma del WhatsApp y al mirarlo pensando que era su esposa, notó que Melinda le había escrito. El mensaje era sorprendente para Héctor, pues señalaba que le pedía que mañana fuera el día de iniciarse en el mundo del placer. No supo que responder, no sabía como contestar correctamente.
Un temor recorrió su cuerpo como si fuera su primera experiencia sexual. Entendía lo que Melinda quería decirle, pero temía dañar la magia de la amistad tan bonita que habían construido. Durmió con el celular en la mano esperando otro mensaje.
Sexta noche
Seguramente le había mentido porque no estaba en las escaleras, sentada como de costumbre. Al abrir la puerta el olor a Melinda tenía invadida la habitación. Al entrar la encontró sentada frente al estante de los libros, con uno en la mano y varios en el piso. Se acercó a saludarla y ella se levantó y le dio un beso en la mejilla. Él le preguntó que leía y ella puso su dedo índice en los labios de Héctor a la par que le decía, hoy no es día de debates sino de pasión. Héctor tembló de cabeza a los pies.
Ella vestía una falda corta de cuero, unas sandalias tejidas hasta la rodilla y una pequeña blusa. El esplendor de su belleza se insinuaba con cada uno de sus movimientos. Se acercó al oído del Héctor y le dijo que aún era señorita y que le tratara con mucho cariño.
Héctor salió espantado al baño donde se duchó limpiando su cuerpo del sudor del trabajo. No se atrevió a salir con una toalla, sino que se puso la misma ropa que tenía. Cuando abrió la puerta del baño ella había apagado la luz y su cuerpo desnudo era iluminado por la luz de la luna que entraba por la única ventana del cuarto.
Se acercó lentamente a Héctor y le quitó con delicadeza la camisa mientras él nervioso se quitaba el pantalón. Estuvieron un rato desnudos los dos, mirándose a los ojos hasta que la mano de la mujer comenzó a acariciar las partes íntimas del amante. Los besos se hicieron más apasionados, rodaron por el piso hasta fundirse en uno solo. La pasión desbordaba, los gemidos acallaban cualquier ruido y la felicidad se hacía costumbre.
Cansados durmieron desnudos abrazados. Al despertarse Héctor se percató que ella se había ido, pero su aroma estaba impregnando sus sabanas y piel. No quiso bañarse para mantener su olor durante todo el día.
Séptima noche
Un par de clientes tardaron demasiado en terminar de consumir su pedido y Héctor salió del trabajo, casi a las once de la noche. Por primera vez rompió la práctica de caminar hasta casa y tomó un taxi. Ella no estaba en los escalones sino su amigo, quien era un curador de arte. Se saludaron y Héctor le preguntó si no había visto a una mujer en las escaleras cuando llegó. Él le dijo que no, que tenía como una hora esperando y nadie más había ido.
Le comentó que el motivo de su visita era rescatar un cuadro religioso que creía sin valor y que una familia muy acaudalada lo solicitaba con una importante recompensa de por medio. Héctor le comentó que lo había colgado en una pared y estaba en buen estado. Entraron juntos a la habitación y al tomar el cuadro encontraron que la virgen, inexplicablemente había desaparecido.
Nunca más Melinda volvió a las escaleras de la habitación de Héctor. Una tarde le llegó una postal procedente de Italia donde ella le proponía pasar juntos la temporada de verano.
Imágen: Mitología, religión y retrato del Prado en el vacío de Carducho en A Coruña