Históricamente hablando, las experiencias gubernamentales que se han reivindicado socialistas, desde la revolución bolchevique hasta el proceso bolivariano, a veces han mostrado una especie de tufo hediondo a idealismo dogmático, a narrativa metafísica. El problema ya es grande cuando ello se evidencia en el plano de las ideas, pero es mucho mayor cuando se expresa en la práctica.

¿Una revolución se inicia con la destrucción de todo? ¿o con el abandono de todo lo hecho anteriormente? Claro que no, eso sería absolutamente anti dialéctico y utópico. Una revolución es el inicio de una transformación estructural de las relaciones de producción, de la estructura social, de la forma de entender la relación entre los ciudadanos y el estado. Un cambio radical implica tomar lo hecho, continuar lo que contribuye a la senda trazada, reestructurar procesos, protocolos. Pero en materia de instituciones, de servicios públicos la única forma de abandonar un recorrido es cuando se ha construido otro alternativo, totalmente distinto en sus dinámicas y resultados y no solo porque se haya elaborado un nombre pomposo que aún no tiene la fuerza real para sustituir lo viejo.

Se trata de una dialéctica consistente en mejorar, optimizar y hacer socialmente más útil y eficiente los servicios heredados del viejo modelo de sociedad, mientras se pone en marcha y se construye nuevos referentes, prácticas e institucionalidad en los servicios públicos. Esa dualidad no siempre deriva en algo nuevo, sino que muchas veces culmina en la reorientación extrema de lo viejo, que ahora adquiere carácter socialmente revolucionario.

Mejorar los servicios públicos y hacerlos eficientes no es solo un tema de discursos y deseos. Lograrlo implica un esfuerzo superior a cualquiera realizado en mejorarlos. Intentar borrar de un plumazo todo lo que en la realidad existe, y sustituirlo solo por una idea sería absolutamente irresponsable, como lo sería emprender un mega proyecto alternativo de electricidad, agua, conectividad sin que antes se haya probado su viabilidad y eficacia en una escala menor.

Las experiencias pilotos son un excelente mecanismo para probar y validar los cambios, corregir errores y deficiencias. Sin embargo, muchas veces se acometen proyectos de amplio impacto que, una vez hecha la inversión de gran calado, resultan de precario alcance. Esta forma de actuar no se corresponde a la lógica dialéctica en la administración de lo público. Las experiencias pilotos permiten probar la capacidad instalada de mantenimiento, la calidad y la cantidad de los repuestos existentes para mejorar los equipos, maquinarias y procesos, así como los requerimientos de formación e insumos con los que en la actualidad no se cuenta. El tránsito de la pequeña a la mediana escala nos permite valorar el comportamiento de las capacidades con las que se cuenta para actuar en situaciones de normalidad, pero también de contingencia.

La contraloría social, acompañada de la obligación de los funcionarios involucrados en proyectos de gran envergadura de abrir de manera permanente al público sus cuentas y bienes, constituyen un necesario antídoto al fenómeno de la corrupción que se ampara en lo discrecional, lo protegido, lo opaco.

El arte de gerenciar los servicios públicos no es un oficio para panfletarios, sino para profesionales revolucionarios convencidos que el socialismo científico, demanda estudio, reflexión, praxis, reflexión, estudio, corrección y praxis de manera incesante y en espiral. Solo así podemos romper el estereotipo del socialismo como un modelo de gestión de lo público que va dos pasos atrás de la innovación y que descuida el mantenimiento. Es urgente este debate en momentos en los cuales urge poner a tono los servicios públicos fundamentales para la población.