Cuentos sobre mi abuela

Luis Bonilla-Molina

En mi casa los días se parecían el uno al otro. Pero el quinto día era diferente. El viernes venía a visitarnos la nona Carmen. Desde las cuatro de la tarde, a cada rato, nos asomábamos a la calle desde la puerta principal de la casa, para ver si ella ya venía. Al fin distinguíamos su figura caminando con una mochila en cada brazo o pegábamos un brinco cuando se bajaba del carro del señor Montañez, quien le hacía la carrera desde la aldea y le dejaba frente a nuestra casa.

No permitíamos que ella terminara de descargar su maleta, para proceder a abrazarla y besarla, una y otra vez. Ella sonreía con humildad. Llegaba directo a la cocina y comenzaba a sacar cosas como un mago de su chistera. Todo lo traía en bolsas tejidas con hilo y fique. Esta maga no sacaba conejos de un sombrero de copas, sino aquellas cosas que producía en su huerta. Colocaba sobre la mesa naranjas, mandarinas, guanábanas, guamas, chochecos, cambures, mazorcas, maíz y un envase metálico. El pote centraba nuestras miradas, no por lo que antes había envasado, que habían sido dos kilos de leche, sino porque ahora le servía para transportar los huevos, puestos por las gallinas de su casa en el campo.

Ella siempre criaba una gallina para cada uno de sus seres amados. Era muy gracioso escucharla llamando a las aves por nuestros nombres cuando les echaba comida. Una se llamaba como mi padre quien era su único hijo, otra como mi madre, otra como cada uno de mis hermanos y hermanas, Yuderky, Geovanrry, Carmen y otra como yo. La más pequeña de mis hermanas no había nacido aún. Las pica tierra como les dicen, eran diferentes las unas de las otras; una era negra y vivaracha, otra saraviada y tímida, la más gorda era blanca, la más pequeña chira, la más brincona no tenía plumas en el cuello y decían que era filipina. La nona alimentaba las gallinas con verduras cocidas y picadas, con las sobras de la comida de la casa, con el maíz que se había quedado enano en la cosecha; tal vez por eso los huevos de las gallinas de mi abuela sabían tan ricos.

Cuando destapaba el pote que había colocado en la mesa de la cocina de mi casa, ella comenzaba a sacar, uno a uno, huevos con nombres. Nos contaba que apenas oía cacarear una gallina salía corriendo de la cocina para ver cuál era la que había puesto la yema. Tomaba el huevo y con un lápiz muy grande que guardaba en un hueco de la pared, le colocaba a cada uno el nombre que le correspondía.

Fueron mis primeras sumas (y restas), los primeros conjuntos que organicé y por supuesto … las más terribles comparaciones que haya hecho. Muchas veces las de mis hermanos o padres habían puesto más, otras veces la mía resultaba campeona. Mis padres solían igualar las sumas regalándonos uno a quien tenía menos.

Cada huevo era un tesoro. Que sabroso era comerse los huevos amarillitos que había puesto mi gallina en la casa de la nona.