Ataque en la ducha

La alarma del celular retumbó cuanto faltaban quince minutos para las seis de la mañana. A esa hora ya el sol irradiaba luz y calor, pero aún así no terminaba de espantar la pereza que me había invadido. Un par de vueltas sobre mi mismo en la cama hicieron que el tendido se arremolinara en el centro del colchón.

Me senté en el borde de la cama antes que sonara un segundo recordatorio de la rutina de ejercicios que tenía que cumplir cada día, luego que el traumatólogo me lo recomendará para recuperar movilidad muscular. De pronto quedé frente al pasillo interior del apartamento desde donde podía observar las puertas de las otras dos habitaciones abiertas de par en par. Como vivía solo mantenía abiertas ventanas y puertas para que la brisa ayudara a mitigar el bochorno.

Hace mucho tiempo que en las otras dos habitaciones solo dormitaban recuerdos y sonrisas añejas. No termino de acostumbrarme a ese vacío de miradas y palabras familiares, ni acepto que lo normal sea hablar solo con extraños, amables pero ajenos a nuestra vida. Uno aprende a vivir con la soledad, incluso llega a quererla, pero no todos somos osos solitarios, al contrario, como en mi caso, añoro la manada de lobos.  

Sobre el taburete, convertido a la fuerza en mesita de noche siguen estando apilados libros de Han Kang, Michel Husson, Yuval Harari y Anderson, como lo estaban la última vez que alguien entro a mi morada. Tengo la mala costumbre de leer de manera simultánea varios títulos, tal vez sea porque ello me permite imaginar múltiples compañias. Sobre la portada amarilla y verde reposan mis lentes, tal y como los abandoné avanzada la noche, luego de conversar con decenas de páginas.

Busco en el celular la música que escucho con más frecuencia en esta temporada. El bluetooth del celular, permite que las melodías salgan ampliadas por la corneta portátil que está en la sala, atravesada junto al sillón, a los pies del televisor que poco uso. Un leve sonido, como un chillido de un micrófono oculto, indica que ya se pueden liberar las canciones seleccionadas. Comencé a tararear las letras del album One Moore for the Road, cuyas tonadas conocí en 2006, y que hoy me animaron a levantarme.

Miro a mi alrededor para descubrir que las camas suelen mentir y duelen sus embustes. La mía parece que estuvo invadida por amantes fogosos, recién rencontrados después de una larga separación, pero en realidad lo único que evidencia es que no soy bueno tendiéndola, siempre dejo flojos y mal puestos los esquineros. Dudé si debía aparentar arreglarla o dejar la tarea para más tarde, pero el tiempo corría y tenía que salir para el gimnasio. En cualquier caso, la procrastinación doméstica se me da muy bien.

Me levanto y al llegar a la puerta de la habitación volteo. Debo reconocer que se ve desastroso mi lecho.  Suena I Gotta Rigth to sing the blues y un aíre de tranquilidad entra por la ventana abierta. No hay ruido alguno, pareciera que nadie en el condominio se ha levantado aún. Los cristales de las ventanas, corridos por completo a la izquierda, rompen la frontera entre la habitación, sala y el exterior, dejando ver el bamboleo de las matas de Santa Rita con sus flores rosadas y de jazmín de palo con delicados pétalos blancos de centro amarillo. La escena es el mejor recordatorio que vivo en una ciudad de playa, calor y ventiscas.   

El encendedor automático de la cocina parece fallar, porque tengo que intentarlo varias veces, hasta ver aparecer la lumbre azul de la llama. Preparo la cafetera italiana y la coloco sobre la hornilla, con la esperanza que la infusión caliente y el baño que voy a tomar me terminen de despertar. La cocina está ordenada, sin ningún traste sucio, muestra de una nueva obsesión que he adquirido en soledad: la limpieza.

El apartamento tiene dos baños, uno para los “señores” y otro para la “empleada doméstica”. En mi caso no hay distinción, porque debo pagar la renta y hacer los oficios diarios, pero en realidad prefiero el baño del servicio porque el agua de la ducha sale con mayor fuerza y mi piel lo agradece.

Tomo la toalla que cuelga de la cuerda instalada sobre el lavadero y entro a ducharme. El baño es un espacio pequeño, de un metro por dos, con lavamanos, poceta y ducha amontonadas pero funcionales. Un vidrio, mitad fijo y otro tramo corredizo separa el retrete de la regadera. Acostumbro colocar la toalla sobre el vidrio fijo y dejar abierta la otra parte, porque me da claustrofobia cerrarla.

El baño tiene una ventana entreabierta, en la parte superior de la regadera. Desde mi posición puedo ver las ventanas de los pisos superiores y siempre me pregunto si desde allí podrán verme también mientras aseo mi cuerpo. Sonrío por la necedad de mi duda, pero uno nunca sabe donde puede aparecer un voyerista tan desafortunado que lo único que pueda ver es mi poco escultural humanidad.

Mojo primero mi píe izquierdo, luego el otro. El agua está helada, como si ignorara que la noche había estado tan calurosa que el viejo ventilador, soplando al máximo, no había logrado evitar que sudara mientras dormía. El espacio obliga a pegarse a la pared para enjabonarse si no se quiere cerrar el grifo. No sé, si todas las personas lo hacen así, pero me enjabono primero los pies, las piernas, las partes íntimas y luego el pecho y espalda hasta llegar, por último, a la cabeza.

Voy al encuentro del agua viendo cómo la espuma del jabón se desliza por mi piel, para caer rauda e invadir el piso. Inicio una segunda ronda, untando jabón en el cuerpo como prtendiendo borrar todos las bacterias y suciedad que sobrevivieron a la primera inspección. Aun con espuma en el rostro, tomo la afeitadora y comienzo a rasurarme los cañones de una barba que tiene ya más de tres décadas que no dejo crecer; es un ritual que adquirí durante el último año y recién comienzo a tomar conciencia de ello, antes lo hacía en el lavamanos, con espuma especial para facilitar el desplazamiento de las hojillas y poder mirar los avances en el espejo, ahora son las yemas de mis dedos, recorriendo la piel, quienes sustituyen el reflejo en el vidrio, aprendiendo a reconocer -como en una sofisticada variante del sistema Braille- cada centímetro de mi rostro, indicándome donde hay rastros de vellosidad y las alertas para evitar cortarme.

Mientras la afeitadora iba y venía, mi oído comenzó a distinguir un ruido, que provenía de la ventana voyerista. Primero creí que era parte de la melodía que sonaba al fondo y sus notas se distorsionaban por el ruido que causa la caía del agua en el suelo, pero luego se hizo más intenso y era claro que la anomalía provenía de una dirección opuesta a la corneta que no paraba de entonar blues. Era como el aleteo de un pequeño pájaro díscolo, que quizá había extraviado su camino, pensé. Me quite el champú y el agua que descendía por mi frente y cejas, para poder mirar en la dirección de donde provenía el sonido.

No. No es un colibrí ni un azulejo. Es una cucaracha enorme, la cual bate sus alas como avisando que va atacar, que se dispone a disparar misiles sobre el cuerpo húmedo y tenso que la mira. Por unos segundos sentí que nos mirábamos frente a frente, a los ojos, como intentando atemorizarnos mutuamente, pero enseguida quedo paralizado por la indecisión de cuál será el paso siguiente. ¿Quién lo dará?, o acaso ¿alguno de los dos emprenderá la retirada?

El insecto pareció levantar aún más sus alas y aumentó la frecuencia de sus vibraciones. Es evidente que nos acercamos al desenlace de la situación, una desigual batalla, porque yo estoy desnudo y desarmado, mientras ella tiene esas antenas largas, enormes patas flexionadas y, al parecer, un repertorio de alas; su rostro negro, iluminado por ojos centellantes, parece sentenciar mi final.

Soy el cobarde que decide aumentar la distancia con él (o ella). Por reflejo doy un paso atrás con mi píe derecho, sin dejar de mirar a los ojos al blatodeo que ha olido mi pánico y se dispone atacarme. Mientras se catapulta desde la cornisa de la ventana, para desde lo alto iniciar su ataque sobre mi cuerpo, siento que la planta de mi pata no logra sostenerse y comienza a deslizarse sobre las pompas de jabón. Todo comienza a moverse muy lentamente, como si la tierra hubiese decidido disminuir la potencia de sus ciclos.

Escucho la respiración agitada de la cucaracha, cuando llegando a su máxima altura, decide emprender el ataque sobre mi cuerpo. Mis pensamientos adquieren la velocidad de un procesador quántico. Me interrogo ¿será esa reportera insidiosa -con los poderes hechiceros de su madre- quien me odia, desde que éramos adolescentes revolucionarios, porque no sucumbí a sus encantos juveniles y hoy, ya malograda y vinculada al gobierno, no pierde oportunidad para difamarme? ¿será acaso una tecnología china de punta enviada por el gobierno dictatorial de mi país para liquidar a la disidencia que le parece más peligrosa, la de izquierda? ¿O será el espíritu de ese académico pretensioso a quien siempre molesté y quien murió hace poco? En fin, esa cucaracha parece poseída por alguno de esos demonios.

Recuerdo que las cucarachas de ahora no son como las de cuando era niño.  El otro día, iba por la calle, como a las diez de la noche, después de ir a un lugar de comida rápida y me tope en la acera con tres cucarachas que se negaban a darme paso. Golpee con fuerza el piso con mis zapatos para intimidarlas, igual no tenía ni la más mínima pretensión de matarlas. Pero en vez de huir como esperaba, las tres se vinieron raudas sobre mis calzados. Ni un atisbo de temor les inspiraba, por el contrario, se veían convencidas que juntas lograrían derribarme. Tuve que intervenir para ayudar a que mis botas salieran bien libradas y, decidí caminar por la calle, igual no venían carros y así cada quien tendría su espacio. De reojo observé que las tres nos miraban – a mis botas y a mi- gritando: ¡¡¡cobardes!!! Y eso que no eran voladoras.

Mientras aumenta mi inestabilidad corporal, pienso que para entrar en contacto con mi cuerpo la cucaracha voladora primero tendrá que atravesar la cascada de agua que sigue cayendo como si nada pasara; eso podría retardar el ataque. Intento estabilizar mi cuerpo, pero lo que logro es que mi otro pie trastrabille, haciendo imposible escapar de la caída. Me percato que la afeitadora vuela directa a estrellarse contra la pared y, el jabón que hasta hace poco sostenía en mis manos flota imitando mi nueva posición.

Por reflejo lanzo mi mano izquierda sobre la toalla, con la esperanza que se sostenga de algo y detenga mi caída. Mi vista no puede apartarse de la cucaracha, que obstinada continúa su vuelo en dirección a mi humanidad. Veo las gotas de agua saltando de un lado a otro, como vecinos chismosos que gritan sin hacer nada, espectadores de una obra de teatro callejero que les saca del aburrimiento de lo cotidiano.

Me pregunto si el voyerista – o ella porque no supe nunca su sexo- me estará viendo. Que vergüenza, no se si por el temor o el agua que he recibido, percibo que mi pito se ha vuelto más pequeño que de costumbre. El o la voyerista de seguro pensará que tal vez yo sea un hermafrodito, corto de espada, pero con muchas bolas. Para colmo, mis piernas comienzan a levantar vuelo y mi cuerpo se arquea mostrando plenamente mis genitales. ¿La justicia voyerista tendrá contemplado el derecho a la defensa? ¿O la impresión que le estoy dando será definitiva?  En ese preciso momento me percato que la dirección exacta que lleva el animal volador es precisamente hacia mi avergonzado pene. En ese instante tomo conciencia que el machismo con el cuál he crecido sigue oculto en algún recóndito lugar de mi mente. O quizá es el trauma de aquella chica, quien al pedirle una cita íntima me advirtió que para ella el tamaño si importaba; años después descubrí que esa era una estratagema que le había resultado útil para quitarse a más de un pretendiente libidinoso.  

En recompensa, siempre he estado dotado de inteligencia asociativa. Supongo que, por eso, mientras caigo y espero el impacto de la cucaracha, recuerdo el incidente con Manuel, el rector de la primera universidad donde trabajé. En ese entonces, una semana atrás había quedado desempleado , y como me correspondió compartir con él un panel sobre las posibilidades predictivas de la evaluación educativa, aproveché para probar suerte. Antes de comenzar el evento le comenté mi situación y muy solemne me respondió que lamentablemente no tenía plazas disponibles en ese momento, pero si llegaba a existir una oportunidad me lo haría saber. El formalismo de la respuesta me hizo recordar el lugar donde lo conocí y me dispuse a despelucarlo esa mañana. Le solicité que él hablara primero, argumentando que para mí sería un honor escucharle y a partir de sus aportes desarrollar mi intervención. El pobre accedió sin sospechar lo que se le venía. Como lo proyecté, habló de la certeza con la cuál se puede predecir el desempeño estudiantil futuro y como esto puede contribuir a orientar los apoyos institucionales o evitar gastos innecesarios a las familias y el Estado. Era muy buen orador, así que cuando terminó su charla el auditorio estalló en aplausos. Evidentemente no recordaba que sus pruebas, al comienzo de la secundaria, me habían pronosticado absoluta incapacidad para avanzar más allá de ese primer año escolar y la recomendación había sido excluirme de la matrícula.  Mi padre desestimó la conseja de retirarme y dedicarse a formarme para relevarlo de su cargo de obrero, indicándome con firmeza: los hijos de los pobres tienen que esforzarse el doble y no solo deben saber lo que se les enseña, sino aprender a sobrevivir de quienes quieren que sigamos siempre siendo los mismos. Mi intervención inicio diciendo: mi estimado profesor Manuel, yo soy la prueba viviente que todo lo que usted dice no es cierto. Sus pruebas predijeron que yo no aprobaría ni el primer año de bachillerato y aquí estoy … compartiendo con un usted un panel sobre evaluación educativa. Mientras argumentaba mi posición podía ver a mi lado, sus manos nerviosas que apretaban un bolígrafo. Al concluir el foro me sorprendió, diciéndome que se había acordado que había una plaza vacante y que al día siguiente pasara por su oficina con la síntesis curricular para firmar el contrato. No había sido profesor universitario, pero sabía que había que ir más formal de lo que acostumbraba, así que lucí mi mejor chaqueta y desempolvé un viejo, pero en buen estado maletín que había usado en mis andanzas judiciales como gremialista, donde coloqué una carpeta con mis documentos. Como lo había indicado, me recibió a la hora prevista. Sentado frente a su escritorio me dispuse a sacar mis referencias del maletín y en el momento que le acerqué la carpeta … una cucaracha salió volando del maletín y se posó sobre el escritorio, deambulando de un lado a otro. Él tuvo que lanzarla lejos con mi propia carpeta, sonriendo mientras yo me moría de la vergüenza. Debí limpiar mejor el maletín. Al otro día comencé a trabajar como profesor universitario. Entonces, ¿será este incidente que me tiene al borde del precipicio, el presagio de un nuevo empleo o ascenso laboral?      

La cucaracha impacto sobre mi barriga. La repulsión que me produjo hizo que por reflejo la lanzara lejos, golpeándola con la palma abierta de mi mano, mientras de manera simultánea me lanzo con más fuerza hacia atrás, haciendo que haga contacto con la pared y golpee fuertemente mi espalda, rebotando como pelota de goma hacia la parte externa de la ducha.

Mientras la cucaracha intenta escapar de la cascada de agua donde ha caído, mi cuerpo se dirige sin control alguno a colisionar con el borde de la poceta, que además está con la tapa levantada.  Los papeles se han invertido, ahora el insecto corre para salir del espacio asignado a la ducha y yo vuelo, amenazando con aplastarla si caigo sobre ella.

Pero no me siento con ventaja, por el contrario, imagino que la cucaracha voladora está afilando sus patas para esperarme donde caiga, con la perversa intención de proceder a perforar mi piel e infectarme con alguna enfermedad desconocida y sin cura médica. Seguramente se estará riendo, esperando el final imprevisto, como yo lo hice con Manuel. Tal vez se trata de eso, de pagar un karma.

No la veo ya, pero puedo escuchar sus patas, patinado entre el agua y el jabón que se ha esparcido por todo el lugar. La escucho gritar como yo lo hago, como si con ello el otro se esfumara. Descubro que no soy el único que grita ante un peligro, con la vana esperanza que este desaparezca o su portador huya.

¿Tendrá familia? me pregunté. Las cucarachas andan en manada, pero ¿esos serán sus parientes? ¿alguien pensará que está haciendo en este momento en el cuál libra una batalla a muerte con un humano? ¿Alguien la extrañará si no llega hoy a casa? De pronto, sentí empatía, tal vez fuera solo una cucaracha solitaria, escritora o de esas periodistas quienes trabajan desde casa y en su caso habría salido a la caza de alguna novedad.

Tal vez pasaran días y hasta semanas sin que ningún familiar o amigo le llame, escribia o extrañe, entonces nuestros destinos serán morir juntos y podrirnos por días hasta que nuestra fetidez despierte la curiosidad de algún transeúnte. De seguro el voyerista no podrá darse por enterado, porque como explicaría porque vio toda la película de la cucaracha voladora?; se pondría al descubierto y todos sabrían su secreto, así que el seguramente no será quien esparciera la novedad.

¿Como serán las familias en el mundo de las cucarachas? me pregunté mientras veía la toalla caer lentamente al piso. No tienen celular ni correos electrónicos, mucho menos redes sociales. Seguramente se tocan con sus alargadas antenas para sentir la calidez de la proximidad y cada clan tiene un olor que las identifica. Entonces ¿Qué estará haciendo esta cucaracha voladora en mi apartamento y baño, justo cuando fui a ducharme? ¿tendrá pareja que la extrañe? ¿pero como puedo saber que es una hembra o un macho? ¿tendrá hijos que le extrañen o si muere en el combate conmigo nadie notará su ausencia?

El filo de la poceta se iba tornando en un destino muy peligroso y mortal para mí, como seguramente será para ella que toda mi humanidad caiga sobre su aplanado cuerpo. Dicen que ellas, las cucarachas, soportan mucho peso encima, pero si llega a quedar en medio de mi espalda no podrá moverse y morirá de hambre y sed, así no logre aplastarla.

Si quedo herido e inconsciente ¿Quién además del voyerista se enterará? Una convulsión cerebral puede tener a un ser humano vivo horas y hasta días sin recibir ayuda; si eso me ocurre ¿alguien notará mi silencio o pensarán solo que estoy ocupado, mientras poco apoco se me escapa la vida? Y si nadie me mueve ¿la cucaracha podrá morir por falta de agua y comida? O acaso ¿mi muerte le dará alimento y líquido mientras alguien nota mi hedor y entonces, al moverme, ella podrá escapar?

Y si morimos ¿Qué dirán nuestros obituarios? Seguramente, que fue una pelea justa entre dos rivales que se tenían miedo y repulsión mutua y eso los llevó la mala suerte de un resbalón inoportuno. Peor aún ¿nos harán obituarios? O solo podemos aspirar a una cremación rápida, mientras nadie se explica el por qué no les avisé que me estaba cayendo y golpeando porque una cucaracha atrevida se lanzó sobre mí mientras me bañaba. Seguramente todos dirán que fue culpa mía por no colocar cámaras en todos los lugares y darles las claves de acceso, por no colocarme un chip que les indicara cuando algún signo vital estuviera alterado o, culpable simplemente por vivir tan lejos. Al final todo se resumirá a la mala suerte.

Lo peor no es morir, sino el taladro de los gusanos alimentándose de la carroña. Que va, ese no puede ser mi final pensé, mientras me retorcía en el aire, logrando desviar en milímetros la ruta del impacto. Fue mi espalda la que chocó con el borde de la poceta y como por milagro no sentí que nada se quebrara. Pero justo en el arco que se hace entre mis nalgas y la espalda comencé a sentir las patas del animal que me empujaban para evita morir ahogado, mientras yo yacía sobre el piso aturdido.

Imaginar que había aplastado a la cucaracha voladora y que sus vísceras blancas y mal olientes estuvieran esparcidas en mi espalda, me causó una repulsión espantosa y generó la adrenalina que necesitaba para sobreponerme lo más rápido que pude. No, no la había aplastado pero la pobre se veía exhausta y maltrecha, con sus alas caídas como si las fuera a perder, pero igual se movía rápido. El animal llego a la puerta del baño, mientras yo estaba sentado, recostado con mi brazo izquierdo en el borde de la poceta.

De pronto detuvo su marcha, se volteó y me miró. Sentí que me amenazaba con volver a iniciar el combate, así que dando tumbos me levanté, pero ella ya no estaba a la vista. Al salir del baño, desnudo y adolorido (ya el asco le había ganado a la vergüenza que me vieran desnudo), solo pude observar cómo escapaba por la ventana de la sala. Subía lentamente, evidentemente golpeada y herida, y a pesar que tuve tiempo para aplastarla con un zapato o libro, solo me quedé observándola.

Miré a la ventana del voyerista y no distinguí ningún rostro. Al final, parece que nadie se enteró del incidente, ni tuvo que preocuparse por la batalla que sostuvimos la cucaracha y yo. Quizá sea lo mejor, así cada uno podrá contar su mejor versión.