(cuento corto)

Parecía otra jornada más de trabajo en el instituto de menores. En esta oportunidad llegué retardado un par de minutos y el colega que me esperaba para hacerme entrega de la guardia tenía cara de pocos amigos. La jornada diurna era de siete de la mañana a siete de la noche y yo laboraba doce horas, noche por medio, en una institución donde los otros siete maestros del segundo turno tenían empleo adicional de día o estudiaban, en mi caso hacía las dos cosas además de militar política y sindicalmente.

Al comenzar la jornada había que leer el libro de novedades, que contenía el registro de actividades e incidentes diarios, así como la lista de adolescentes institucionalizados. Además, debíamos revisar la carpeta de circulares internas y correspondencias para proceder a la verificación que todo estuviera conforme estos registros. Después del recorrido se recibían las llaves y los medicamentos que algún joven requería. Todo estaba en orden. Acompañé hasta la puerta a Zambrano, el maestro diurno para despedirlo, como una forma de agradecer la espera a la que lo había sometido.

La puerta externa era de metal, tenía dos partes, la inferior un grueso latón y la superior una serie de cabillas de acero que permitían visibilidad plena y que entrara el aire, pero sobre todo poder conversar con alguien ubicado afuera, sin tener que abrirla. El colega entendió el gesto y, ya en el exterior, tomo la iniciativa para preguntarme por los trámites de legalización del sindicato docente, proceso que habíamos iniciado unos meses antes; le informe que habían expedido la boleta provisional y estábamos a la espera del registro formal y que cuando eso ocurriera haríamos la asamblea informativa. Aproveche para venderle un ejemplar del último número de La Chispa, el periódico de la organización en la que militaba.

En la otra ala de la institución estaban las oficinas del director del instituto y allí había un teléfono para recibir llamadas de emergencia. Era un teléfono gris, de esos que tenían rueda giratoria para discar los números, pero al tener un candado que impedía llamar, la rueda se atascaba luego del tercer número.  Sin embargo, habíamos descubierto como violar esta restricción, tecleando los dos interruptores que servían para cortar las llamadas; en este caso oprimíamos inicialmente, de manera extendida los interruptores y luego, en secuencia pulsábamos por grupos, la cantidad de veces necesarias para homologar los pulsos al número que queríamos discar, logrando burlar así el candado. Esta acción me permitía comunicarme con compañeros de otras ciudades y reportarme cada cierto tiempo con los activistas de la región.  Esa noche me comunique con el compañero Stalin, líder sindical del centro del país, quién nos asesoraba en los intentos por conformar el sindicato de una empresa local que producía textiles.

Eran las nueve y treinta de la noche y los muchachos ya estaban en sus dormitorios iniciando el descanso. Como siempre, algunos conversaban en voz baja, y aunque esto no era permitido -en las normas- nos hacíamos los locos, que no nos dábamos cuenta. Eran adolescentes, y como para todos los de su edad, el orden no era su signo distintivo, algo que parecían desconocer quienes habían elaborado las normas tan severas. En cualquier caso, le pedíamos que lo hicieran discretamente.

Todo se fue poniendo en calma llegada las diez de la noche. Cada dormitorio contenía una docena de literas que eran observables desde el pasillo, mediante una amplia ventana, de unos tres metros por un metro de alto, compuesta por gruesas cabillas cuadradas soldadas entre si como si fueran una malla.

 Cuando pasé por el dormitorio colectivo más cercano a nuestro despacho, noté una luz roja intermitente en una de las literas donde descansaban los jóvenes. Era como la luz titilante de los actuales drones o la linterna de los celulares smartphone, pero eran los años ochenta y aún ni el internet y mucho menos estos dispositivos eran conocidos, ni de acceso público. Me quedé por un rato observando, como esperando identificar la fuente de esa iluminación y no logré hacerlo. Pasaron unos cinco minutos y resultaron infructuosos todos los esfuerzos por encajar lo que observaba en algo conocido. Le avise a mi compañero que entraría en la habitación a ver de qué se trataba el asunto. El se ubicó en la puerta mientras yo me dirigí a la litera de donde emanaba el brillo. El muchacho se había quedado dormido con ese objeto sobre la camiseta gris que cubría su torso. Era como un dado, cuadrado, de unos cuatro centímetros por cada cara, con una pequeña protuberancia, como un bombillo diminuto, del cual emanaba la luz intensa. Lo tomé con cuidado y salí de prisa a mostrárselo al colega. Jamás habíamos visto algo así, y no sé por qué razón creí que era un dispositivo con explosivo. Algo así como una granada electrónica. Decidimos trasladar el objeto desconocido para el patio de deportes y dejarlo depositado al fondo de un pote que halle vacío, hasta que al otro día alguien más calificado lo pudiera identificar.

  • Profesores vengan un momento -se escucho justo desde la ventana que daba al pasillo de la habitación donde habíamos localizado el extraño objeto- por favor, remató.

Nos acercamos rápidamente. Allí estaba, parado frente al ventanal, el joven que tenía sobre su pecho el objeto que habíamos tomado. Era el único adolescente recién llegado, así que hice un esfuerzo para recordar su nombre y apellido.

  •    Dígame Manuel Trujillo, ¿Por qué no está durmiendo? -le pregunté ignorando el incidente del objeto. No sabía si el dado iluminado le pertenecía o alguien se lo había colocado ahí.
  • Profesores ¿ustedes tomaron un radio que yo tenía antes de dormirme?
  • ¿Un radio? Preguntó asombrado mi colega
  • Si, un radio trasmisor que me dejó mi padre para comunicarme con él, precisó el joven.
  • ¿un radio trasmisor? En el libro de novedades no se menciona nada al respecto, ni que se haya autorizado el uso de un aparato así en uno de los dormitorios, le aclaré.
  • Mi papá me lo dejó en la visita de la tarde y me dijo que no lo mostrara ni le informara a nadie … creo que no pidió permiso. Pero es mío, devuélvamelo por favor, concluyó.

Manuel aparentaba diecisiete años, porque ya tenía algo de barba y bigote incipiente, además de ser corpulento. En el vocabulario que usaba se evidenciaba que pertenecía a la clase media, algo poco usual en este sitio donde la pobreza es el signo de la mayoría de conflictos penales con la ley, cometidos por adolescentes.

  • Manuel -puntualizó mi compañero de trabajo- eso no está permitido, Así que esperaremos hasta mañana para que el equipo técnico pedagógico tome una decisión al respecto.
  • Mi padre se va a molestar, insistió.
  • No te preocupes hablaremos con él y le explicaremos, dijimos
  • Bueno, ustedes sabrán -concluyo mientras se alejaba rumbo a su cama-

Marchamos en dirección al escritorio de despacho y Gustavo me miró sonriendo:

  • Un trasmisor … viste … y tu pensando en explosivos, soltando a continuación una estruendosa y burlona carcajada. Ex…plo…si…vos ja ja.
  • Un par de ignorantes de los avances de la tecnología es lo que somos, le respondí riéndome

Gustavo se alejó rumbo al dormitorio del personal. Uno de nosotros descansaba de once a dos de la madrugada, mientras el otro permanecía despierto, para atender cualquier eventualidad y recibir algún ingreso que pudiera llegar en esas horas, pero en realidad nunca se lograba conciliar el sueño. Luego nos rotábamos.   

Eran como las once y treinta de la noche cuando escuche un ruido en el exterior. Pensé que podía ser un colega, de los que trabajaban en la otra ala de la institución o el oficial de policía que hacía la ronda cada cierto tiempo. Me asomé, a unos diez metros de la puerta principal para ver si se distinguía algo.

Allí estaba … parado frente a la reja de la puerta principal, mirándome fijamente. Era de piel clara, aunque bronceada, su rostro estaba cubierto por una barba bien cuidada y sus cejas se levantaban como queriéndose salir del rostro. Su imagen era inconfundible, aunque nunca lo había visto en persona, todos los militantes de izquierda tratábamos de memorizar su rostro, publicado en algunos periódicos y revistas, con la intención de escapar de su presencia. Su rostro era sinónimo de tortura, desaparición y muerte.  Sabíamos que si caímos en sus manos nos esperaba el peor de los destinos. Era una hiena sedienta de sangre.

Me petrifiqué, como si el piso hubiese tomado vida y me sujetara impidiéndome moverme. Un escalofrió recorría todo mi cuerpo. Pensé en mis hijos, aún niños que iban a ser privados de mi presencia, en la forma como ellos procesarían mi partida, en mi madre quien siempre me tenía en sus oraciones y que seguro reclamaría a su Dios, virgen y santos el haberme abandonado.

Estaba seguro que había venido por mí, no se si porque estaba organizando el sindicato, por el trabajo comunitario que realizaba en mi pueblo o por el trabajo de representación política que tenía. Poco importaba el motivo, cuando llegaba la hora de estar frente al Hades policial que era el Comisario López.

Mis ojos intentaban identificar un lugar por donde escapar, pero seguro tendrían rodeado el lugar para aplicar la “ley de fuga”, si intentaba evadirme. ¿Que era mejor? ¿morir lentamente hasta sucumbir por la tortura o de manera rápida ante ráfagas de armas ocultas en las sombras de la noche? Lo cierto era que no quería morir, pero la suerte parecía estar echada.

Hasta ahora había sido muy disciplinado en mis normas de seguridad y cada ocho horas me reportaba con mi órgano de militancia, pero la última vez que lo había hecho fue a las diez y media, justo una hora antes de este fatídico encuentro, así que el monstruo y sus secuaces tendrían por lo menos siete horas para actuar de manera impune, antes que alguien extrañara mi falta de noticias.

Recordé a Ciro, el campesino andino que había muerto en el oriente del país, justo cuando le dio un breve receso a las medidas de seguridad. Pensé ¿habrá un departamento en el cielo, exclusivo para los comunistas? ¿o tendremos que vivir la eternidad con gente que detesta nuestras ideas? Hacía solo unos meses Belinda había muerto, en medio de los sucesos del Caracazo, víctima de la bala de un francotirador y la represión había escalado. Seguramente venían por mí, para intentar debilitar aún más la organización en la región occidental del país.

El cerebro hace trampa, llevando nuestras reflexiones a lo insólito para relajarnos, aleja los pensamientos del lugar donde estamos, irremediablemente condenados para poder así encarar con mejor perspectiva los momentos oscuros. Hoy pienso en los ingenuos que éramos, cuando pensábamos que cualquier proceso de cambio, que enarbolara las banderas de la revolución, al llegar al poder, eliminaría los lugares de tortura y desterraría a los torturadores. Casi cuarenta años después de ese incidente, veo como se multiplican los rostros de los López, incluso con rasgos de mujer.

  • Tenías que ser tú, comunista de mierda, grito el comisario López

 Esas palabras fueron como un impacto directo en mi humanidad y mi corazón se aceleró, descontrolado, nublando los pensamientos. Era evidente que me había reconocido y mis peores presagios se confirmaban.

  • ¿Por qué le quitaste el trasmisor a mi hijo? Preguntó, mientras gesticulaba con rabia y de sus ojos salían chispas capaces de encender el lugar

La pregunta del policía fue como un bálsamo de tranquilidad en mi humanidad. Ciertamente me había identificado, pero no era yo la razón de su visita, sino un hijo. Mis músculos volvieron a recibir fluidos de sangre, recuperando la elasticidad y movilidad. Mi cerebro volvió a procesar información proveniente del exterior y titubeando lo increpé:

  • Comisario, aquí no hay ningún muchacho de apellido López, así que debe usted estar equivocado.
  • ¿Equivocado? A usted no le importa el apellido, el muchacho que tenía el trasmisor es mi hijo. Se lo dejé para mantener el contacto con él durante toda la noche.

Paradojas de la vida. El hombre que desaparecía cuerpos, torturaba mentes, hacía de la traición sinónimo de triunfo, que estaba acostumbrado a demoler dentaduras, vaciar la pupila de los ojos, desenterrar uñas, golpear con bates o aplicar electricidad de manera inmisericorde, ahora temía por su descendencia, quería mantener el contacto con su hijo minuto a minuto. El monstruo conocía las fauces de las cavernas del sistema, y asumía que cualquier lugar puede ser bueno para desatar la furia del poder y, por ello pretendía mantener a salvo de cualquier eventualidad a su descendencia.

  • Insisto comisario, aquí no hay nadie de su familia retenido, afirmé. No haciendo mención alguna al dispositivo que habíamos conseguido.

Gustavo quien se había incorporado a la conversación atinó a decir:

  • Comisario, ciertamente decomisamos un trasmisor, pero ese lo tenía un muchacho de apellido Trujillo Merchán, o sea no es su pariente
  • Es la última vez que lo pido por las buenas, o devuelven el trasmisor o van a saber de mí

Antes que pudiéramos responderle, otro hombre, uniformado de negro, desplazó al comisario jefe y asumió la iniciativa del diálogo. Nos llamó por nuestros nombres, poniendo en evidencia un control de la situación que no era del todo cierta; aún la puerta estaba cerrada, nosotros teníamos las llaves, el muchacho estaba en su habitación sin el trasmisor.

  • Amigos -dijo procurando un tono de intimidad, propio del policía bueno- no se pongan de enemigos del comisario, no les conviene. Háganle caso

Sacando valor del fondo de mis huesos le respondí:

  • No le vamos a devolver el trasmisor al muchacho. El comisario cuenta con muchas influencias en el gobierno y podrá venirlo a buscar mañana o pedir una autorización por escrito para que su hijo pueda usarlo, pero eso no será esta noche. Eso si -agregue- le puede decir al comisario que nos hacemos personalmente responsables por el bienestar de su hijo.

Gustavo me miraba asombrado, como queriendo decirme con la mirada que hiciéramos lo que nos pedía un personaje tan influyente

El policía bueno se retiró por un instante del lugar visible de la puerta, retornando al poco tiempo en compañía del comisario López

  • Me dice el funcionario que ustedes se hacen responsables por lo que le ocurra a mi hijo. Les tomo la palabra y actuaré en consecuencia -precisó, agregando-  lo que les pido es que le digan que estuve aquí y estoy pendiente de él
  • Así lo haremos comisario, respondió rápidamente Gustavo

Se escucho el ruido de varios vehículos retirándose a gran velocidad, mientras que una patrulla de la policía política, con las luces de patrullaje encendida permaneció en el exterior.

Al amanecer, cuando abrimos los dormitorios el muchacho se acercó a nosotros, preguntando si su padre había venido. No le respondimos, solo le comentamos, con un falso modo de intimidad, que el estaba muy pendiente de su caso.

Gustavo no aguantó la curiosidad y en el mismo tono de intimidad preguntó:

  • ¿Ese nombre Manuel Trujillo no es verdadero, cierto? Porque tu eres de apellido López, afirmando como si estuviera enterado de pormenores.
  • Claro, yo soy López, pero mi papa logró que me abrieran el caso con otro apellido
  • Y que hiciste tan grave muchacho, volvió a la carga Gustavo
  • Fue un accidente, respondió. Estaba jugando con mi mejor amigo, con la pistola de mi padre. Creí que estaba descargada y se la puse en la boca, con la mala suerte que se denotó un proyectil y lo mató en seco. 

La frialdad con la que narró el incidente, hizo que sintiéramos un escalofrío de pies a cabeza.

A las siete de la mañana llegaron los compañeros que nos relevaban. Les entregamos el trasmisor que habíamos encontrado y en el libro de novedades registramos la vista del comisario.

Al día siguiente cuando retornamos al trabajo encontramos un nuevo libro de novedades y al preguntar por el muchacho nos informaron que Manuel Trujillo, un nombre que sonaba a pobreza, había sido trasladado a un lugar reclusión.