Mi primer recuerdo de mi viejo fue entrando a la casa, con una bolsa con frutas y leche que traía para mí. Todo despeinado se sacaba de sus bolsillos unas franelillas que me había comprado con algunos ahorros de su trabajo de taxista. Era un campesino que se marchó de casa a los seis años por las condiciones materiales de vida y, había emigrado siendo un adolescente a Caracas donde vivió unos años. En la capital de Venezuela ubicada a más de mil kilómetros de donde había nacido hizo de todo, fue sastre, mesonero, secretario de policía y regresó al pueblo con la caída de Marcos Pérez Jiménez. Llegó a Táchira por la ciudad de Pregonero y allí se enamoró de mi madre (al menos así me lo contó).

Era un viejo tierno, padre amoroso y de pequeño lo recuerdo que fumaba mucho, práctica que abandonó cuando le dijeron que tenía una mancha en el pulmón y podía morir de cáncer. Sufrió tuberculosis y en medio de su enfermedad angustiado construyó la casa que sería nuestro hogar, pues le daba temor morirse y dejarnos sin un techo.

Siempre me decía que los pobres tenemos que esforzarnos más porque nacimos con desventaja social. Consideraba que el estudio era el arma para salir de la pobreza. Nunca olvidaré un día en el cual me pusieron de tarea dibujar un gallo en mi cuaderno de asignaciones. Los garabatos no me salían y me dormí frustrado, llorando sobre el cuaderno. Al darse cuenta me alzó con ternura y me llevó a la cama; yo ya estaba despierto, pero fingí dormir. Cuando me levanté para retomar la tarea descubrí que el gallo ya estaba hecho y medio pintado. Lo miré y me dijo, apúrese termine la tarea que la dejó por la mitad.

Refiriéndose a los logros estudiantiles y académicos siempre me decía que, si otro podía hacerlo, uno también lo podía hacer. Que las limitaciones estaban en la mente. Despreciaba a la gente floja en el estudio y el trabajo y como buen andino nos formó en la disciplina del esfuerzo sostenido.

Mi viejo era un conservador, admirador de Francisco Franco. A los ochos años me hizo leer como treinta fascículos de Salvat con su historia. Pero –imagino sin saber sus implicaciones- también me llevo a casa para leer “El Contrato Social” y las Biografías de Stefan Zweig. Todos los días me llevaba la prensa y me pedía que le explicara las noticias. Por lo menos una vez al mes me llevaba un nuevo libro, muchas veces escogido más por la calidad de su presentación que por su contenido, lo cual me permitió el acceso a distintos puntos de vista. Él decía que había estudiado hasta tercer grado, pero estoy convencido que apenas superó el primer grado; sabía leer bien y era un lince con las cuentas.

Cuando comencé a militar en las ideas socialistas, a los doce años, el pobre entró en una crisis cognitiva profunda. Ya no sería Vicealmirante como soñaba, comenzaba a no peinarme bien y mi pelo se hacia rebelde como las ideas con las cuales alimentaba mi verbo y accionar, no usaba ropa de lino sino jeans y jamás volví a usar corbata. Yo no lo supe sino hasta años después, pero un día se le acercaron los dirigentes del partido de derecha en el cual militaba para pedirle que me retirara del liceo porque yo no dejaba de hacer huelgas. Ya no vivía en casa, pero él me buscó y me dijo, usted tiene las mejores notas del salón, ya es hora que usted mismo sea su representante. Y me firmó la autorización para que aun siendo menor yo me representara, evitando el riesgo de que le exigieran nuevamente retirarme de los estudios. Eso le costó seis meses de castigo, sentado en la banca de su trabajo. Nunca estuvimos de acuerdo en temas de política, ni siquiera cuando ambos apoyamos a Chávez. Pero recuerdo un día siendo adolescente cuando huyendo de la policía en medio de una huelga y sintiéndome ya atrapado por la policía, manejando el carro que tenía asignado para conducir en la alcaldía, se me acercó, me pidió que lo abordara y paso aceleradamente entre la policía evitando que me atraparan.

Mi viejo siempre estuvo pendiente de mí, pero no soportaba mis ideas libertarias. Era un conservador a carta cabal. Estuvo pendiente de sus nietos como pocos abuelos. Él me dijo un día que para que el sintiera que había valido el esfuerzo que había hecho en mi formación yo le tendría que mostrar mi título de doctor, mostrarle un doctorado Honoris Causa que me hubiesen otorgado, regalarle un libro que hubiese escrito y trabajar cercano o en el despacho del presidente Chávez a quien admiro mucho. Le doy gracias a la vida porque pude mostrarle y entregarle cada uno de sus exigencias.

Hoy es el día más triste de mi vida. Perdí al hombre más grande que he conocido y conoceré mi viejo Luis Francisco. Pero le agradezco cada instante que compartió, cada luz que me iluminó, cada exigencia que me hizo y el amor que me expresó. Algún día escribiré su biografía en clave de novela como un tributo a quien vivió la vida comprometido con su familia. Te amo viejo… Siempre te recordaré y lamento no creer en tu Dios para decirte que nos volveremos a ver, pero todos los días estarás en cada acto de mi vida